80 años de la liberación de Auschwitz
Invierno del 45
. Imagen: Wikimedia commons
Era pleno invierno en Europa del Este cuando un fotógrafo ruso, el capitán
Alexander Vorontsov, llegó con el Ejército Rojo a las inmediaciones del pequeño
pueblito de Osviecim, situado a poco menos de cincuenta kilómetros de Cracovia.
Seguramente la imagen más famosa obtenida por Vorontsov que usted haya visto
sea la foto que le tomó a trece niños, vestidos con unos harapos a rayas, tras
un cerco de alambres de púa. Eran trece de entre los ochocientos prisioneros
que habían quedado en la enfermería del lager cuando los alemanes los
abandonaron a su suerte porque, en su atropellada huida, no podían cargar con
los débiles y enfermos que no estaban en condiciones de soportar esa marcha
forzada que se llamó marcha de la muerte.
En ese lugar del mundo, donde las idas y venidas de las guerras, y los
consecuentes tratados de paz, dibujaban nuevas líneas de frontera,
referenciaban culturas e imponían las nuevas designaciones y topónimos que
dictaban las lenguas vencedoras, los alemanes establecieron un campo --que
ellos, en su lengua, llamaban lager-- donde concentraron a malhechores y
criminales, combatientes enemigos, opositores políticos y gentes de orígenes
raciales imperfectos, para ponerlos a trabajar de manera que le dieran un
sentido positivo a sus fallas intelectuales, sociales, ideológicas o genéticas
disecando pantanos, cascoteando canteras, prestando sus cuerpos a pruebas
científicas, ofreciéndose a la esclavitud laboral y/o sexual, tocando el violín
en las mañanas heladas, a modo de burla mefistofélica, para acompañar a los que
partían al trabajo o, finalmente, y para no andarse con vueltas, reunirlos sin
prisa y sin pausa y de tres mil en tres mil, en amplias cámaras donde un
soplido del famoso gas ZyklonB acababa con sus vidas en menos de media hora.
Sus propios compañeros de prisión transportaban los cadáveres al quemadero
para, al tiempo, correr ellos la misma suerte. Como usted ya se estará
imaginando, espabilado lector, en la pronunciación y la grafía alemana, el
inocente topónimo Osviecim se conoce como Auschwitz.
Fue hace ochenta años, el 27 de enero de 1945, que al ejército soviético se
le reveló esa dimensión desconocida que descubrieron al aproximarse a
Auschwitz. El doctor en química y escritor judeo italiano, Primo Levi, a quien
no será la primera vez que nombro en esta contratapa, estaba ahí, en medio de
un enchastre de nieve e incuria, regresando de depositar a un compañero de la
enfermería que acababa de morir, en los afueras de una fosa en la que ya no
cabían los cadáveres, cuando aparecieron, recortados en el contraluz del cielo
gris, los cuatro primeros jinetes rusos. Primo Levi cuenta cómo le supo la
imagen de los cuatro caballos que él veía allá arriba, enormes e imponentes,
porque el suelo del lager estaba en un nivel más bajo que el de la carretera que
bordeaba las alambradas.
No cuenta de saludos, ni de risas y alegrías, ni de gracias elevadas al
cielo. Los soldados rusos se acercaban tímidos y absortos, empuñando sus
metralletas desconcertadas, apoyando la mirada de sus ojos quizá incrédulos en
los barracones semiderruidos, en los cadáveres descompuestos y olorosos sobre
la nieve sucia y en los espectros medio humanos o semimoribundos que los
observaban desde abajo. Se recuerda en un sentimiento de vergüenza como la que
sentía, al seguir vivo, ante los seleccionados para morir, o la que experimenta
el justo frente a la culpa que comete el otro, o porque su voluntad no fue
suficiente para contrarrestar el Mal.
En esa nada llena de muerte en la que los sobrevivientes habían vagado
durante los diez días que siguieron al desbaratado escape de los alemanes, lo
recorría un estremecimiento de pudor por que se le traslucieran las memorias de
la suciedad humana que habitaba su conciencia o el penoso asombro de que todo
aquello hubiera sucedido, acompañando a esa triste alegría, recién sentida, del
fin de la pesadilla nazi, de estrenar la libertad o, quizá sería mejor decir,
el regreso de la dignidad al cuerpo y al alma. Un pasado lleno de días oscuros
que de pronto convergía, se solidificaba en esos hombres que llegaban armados,
pero, a diferencia de lo que venían de vivir, para salvarlos, para acogerlos y
protegerlos.
También recuerda a las muchachas polacas que llegaron al lager a limpiar y
a cocinar, a alimentar, vestir y abrigar a los redivivos y a atender y curar a
los enfermos, de la mejor manera que se les daba, sin poder evitar una mezcla
de asco y compasión que se reflejaba en la tiesura de sus mejillas, coloradas
por el frío.
Es aquí que quiero decirle ¿tal vez advertirle? prevenido lector, que nada
que a posteriori haya sucedido en la historia de Occidente revierte la penosa
realidad de los hechos acaecidos, de la devastación humana perpetrada por el
nazismo durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, ni de la
desaparición de las hermanas de mi abuela, de las que nunca supe si murieron
fusiladas, o de frío y de hambre escondidas en el bosque, si se las llevaron a
un campo de exterminio o si perecieron encerradas en un granero al que algún
soldado fascista le prendió fuego.
Ochenta años después de aquel día en que el Ejército Rojo llegó a las
alambradas de Auschwitz y que acabo de describir con sensaciones robadas a
Primo Levi, he de encender una vela en memoria de cada judío, de cada gitano,
de cada homosexual, de cada partisano, de todo aquel que por su pensamiento
humanista o su raciocinio político haya sido mártir de aquella Barbarie.
Según lo que he podido averiguar, seis de los trece niños fotografiados por
Vorontsov se establecieron en Israel, en algún momento después de terminada la
guerra. Ochenta años después me pregunto cómo habrá sido la deriva emocional de
la ofensa recibida y enquistada en ellos, y cómo se habrá transmitido y
encarnado en sus hijos, nietos y bisnietos; si se perpetuó en ellos como
cansancio moral y como renuncia, si sus almas desgarradas cedieron al odio y la
sed de venganza y disfrutaron de encerrar al vecino entre muros y alambradas,
con un instinto genocida parecido al que ellos mismos habían padecido --y que
había pasmado a los cuatro jinetes del Ejército Rojo-- o alcanzaron a
regodearse en la búsqueda de la justicia y el servicio del otro, en ese nuevo
Estado nación que parece embarcado en una insaciable expansión mesiánica a la
vez que, en yunta con los imperios atlantistas, se erige en guardián de la
costa oriental del Mediterráneo, con la pretensión de ser lo que no es: la
totalidad de lo judío.
Leer la historia, recordar los eventos del pasado, abre los ojos al
advenimiento de lo que se está cuajando en el futuro. Podemos nombrarlo como lo
que nos espera, como lo que nos acecha o con el ansia militante de lo que
pretendamos construir.
Me cuesta salirme de mi caprichosa costumbre de andarme con circunloquios,
rondando sin nombrar, pero hoy quiero escrachar derecho viejo a Elon Musk, tal
como lo vi, estirando todo su brazo derecho pa’lante y p’atrás después de
palmotearse el corazón, en claro clamor nazi-fascista, homologado por su apoyo
confeso al partido neonazi Alternativa para Alemania. Elon Musk es el dueño
desregulado de las verdades o mentiras que se instalarán en las conciencias o
inconciencias de miles de millones de seres humanos que votarán y/o portarán
armas y es también el patrocinador de la pista resbalosa por la que nuestro
presidente avanzará, tuiteo en ristre, contra el fantasma del comunismo soviético
del siglo pasado.
Quiero decir que no está demás que esta noche, a la hora de dormir, echemos
otra mirada a las alambradas de Auschwitz, antes de apagar la luz