¿Adiós a Europa? Asoma el holocausto nuclear detrás de la guerra
Rusia – Ucrania.
El reconocido
sociólogo portugués explica cómo el continente con más muertes en conflictos
bélicos en los últimos cien años, se encamina hacia uno aún más fatal. Como en
la década de 1930, la apología del fascismo se hace en nombre de la democracia
y la apología de la guerra se hace en nombre de la paz.
Por Boaventura de Sousa Santos
11 de febrero
de 2023 - 13:25
La guerra Rusia - Ucrania avanza hacia un conflicto mayor en toda
Europa.. Imagen: AFP
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni
Rodríguez
Un nuevo-viejo fantasma se cierne sobre Europa: la
guerra. El continente más violento del mundo en
términos de muertes en conflictos bélicos en los últimos cien años (para no
retroceder en el tiempo e incluir las muertes sufridas en Europa durante las
guerras religiosas y las muertes infligidas por europeos a los pueblos sometidos
al colonialismo), se encamina hacia un nuevo conflicto bélico que puede ser aún
más fatal, ochenta años después del conflicto hasta ahora más violento, con
cerca de ochenta millones de muertos: la Segunda Guerra Mundial.
Todos los conflictos anteriores comenzaron
aparentemente sin una razón fuerte, era opinión común que durarían poco tiempo
y, al comienzo, la mayoría de la población acomodada siguió haciendo su vida
normal, yendo de compras y al cine, leyendo la prensa, disfrutando de las
vacaciones y de amenas conversaciones en terrazas sobre política y cotilleo.
Siempre que surgía un conflicto violento localizado, la convicción dominante
era que se resolvería localmente. Por ejemplo, muy poca gente (incluidos los
políticos) pensó que la guerra civil española (1936-1939) y quinientos mil
muertos serían la antesala de una guerra mayor, la Segunda Guerra Mundial, a
pesar de que las condiciones estuviesen presentes. Aun sabiendo que la historia
no se repite, es legítimo preguntarse si la actual guerra entre Rusia y
Ucrania no es el preludio de una nueva guerra mucho mayor.
Medios y polarización
Se acumulan señales de que un peligro mayor puede
estar en el horizonte. En el plano de la opinión pública y del discurso
político dominante, la presencia de este peligro se presenta mediante dos
síntomas opuestos. Por un lado, las fuerzas políticas conservadoras no
solo detentan la iniciativa ideológica, sino también una presencia privilegiada
en los medios de comunicación. Son polarizadoras, enemigas de la
complejidad y de la argumentación serena, usan palabras extremadamente
agresivas y hacen encendidos llamamientos al odio.
No les perturba el doble rasero con el que comentan
los conflictos y la muerte (por ejemplo, entre muertos en Ucrania y en
Palestina), ni la hipocresía de apelar a valores que desmienten con sus
prácticas (denuncian la corrupción de los adversarios para esconder la suya).
En esta corriente de opinión conservadora se mezclan cada vez más posiciones de
derecha y de extrema derecha, y el mayor dinamismo (agresividad tolerada)
proviene de estas últimas.
Este dispositivo pretende inculcar la idea del
enemigo a destruir. La destrucción por las palabras predispone a la
opinión pública a la destrucción por los actos. A pesar de que en democracia no
hay enemigos internos sino solo adversarios, la lógica de la guerra se traslada
insidiosamente a supuestos enemigos internos, cuya voz ante todo debe ser
silenciada. En los Parlamentos, las fuerzas conservadoras dominan la iniciativa
política, mientras que las fuerzas de izquierda, desorientadas o perdidas en
laberintos ideológicos o en cálculos electorales incomprensibles, giran en
torno a un defensismo paralizante. Como en la década de 1930, la
apología del fascismo se hace en nombre de la democracia; la apología de la
guerra se hace en nombre de la paz.
Pero este clima político-ideológico está marcado
por un síntoma opuesto. Los observadores o comentaristas más atentos se dan
cuenta del fantasma que acecha la sociedad y convergen de modo sorprendente en
sus preocupaciones. Recientemente me he sentido identificado con algunos
análisis de comentaristas que siempre he reconocido como pertenecientes a una
familia política diferente a la mía, es decir, comentaristas de derecha
moderada. Lo que tenemos en común entre nosotros es la subordinación de las
cuestiones de la guerra y la paz a los asuntos de la democracia. Podemos
diferir en lo primero y coincidir en lo segundo. Por la sencilla razón de que
solo el fortalecimiento de la democracia en Europa puede conducir a la
contención del conflicto entre Rusia y Ucrania e, idealmente, a su solución
pacífica. Sin una democracia vigorosa, Europa caminará, sonámbula,
hacia su destrucción.
Guerra interna y guerra externa
¿Estamos a tiempo de evitar la catástrofe? Me
gustaría decir que sí, pero no puedo. Los signos son muy preocupantes. Primero,
la extrema derecha crece globalmente impulsada y financiada por los mismos
intereses que se reúnen en Davos para salvaguardar sus negocios. En los años 30
del siglo pasado, tenían mucho más miedo al comunismo que al fascismo; hoy, sin
la amenaza comunista, temen la revuelta de las masas empobrecidas y proponen
como única respuesta la represión violenta, policial y militar. Su voz
parlamentaria es la de la extrema derecha. La guerra interna y la guerra
externa son dos caras de un mismo monstruo y la industria armamentística se
beneficia por igual de ambas.
En segundo lugar, la guerra de Ucrania parece más
confinada de lo que realmente es. El flagelo actual, que azota las llanuras
donde hace ochenta años murieron tantos miles de personas inocentes
(principalmente judíos), tiene las dimensiones de un autoflagelo. Rusia hasta
los Urales es tan europea como Ucrania, y con esta guerra ilegal, además de
vidas inocentes, muchas de ellas de habla rusa, está destruyendo la
infraestructura que ella misma construyó cuando era la Unión Soviética. La
historia y las identidades étnico-culturales entre los dos países están mejor
entrelazadas que con otros países que anteriormente ocuparon Ucrania y ahora la
apoyan. Tanto Ucrania como Rusia necesitan mucha más democracia para
poder poner fin a la guerra y construir una paz que no las deshonre.
Versalles o Viena
Europa es mucho más vasta de lo que parece desde
Bruselas. En la sede de la Comisión Europea (o de la OTAN, que es lo mismo)
prevalece la lógica de la paz según el Tratado de Versalles de 1919, y no la
del Congreso de Viena de 1815. La primera humilló a la potencia vencida
(Alemania) y la humillación condujo a la guerra veinte años después; la segunda
honró a la potencia vencida (la Francia napoleónica) y garantizó un siglo de
paz en Europa.
La paz según Versalles presupone la derrota total
de Rusia, tal como la imaginó Hitler cuando invadió la Unión Soviética en 1941 (Operación
Barbarroja). Incluso admitiendo que esto ocurra a nivel de la guerra
convencional, es fácil predecir que, si la potencia perdedora tiene armas
nucleares, no dejará de usarlas. Será el holocausto nuclear. Los
neoconservadores norteamericanos ya incluyen esta eventualidad en sus cálculos,
convencidos en su ceguera de que todo sucederá a miles de kilómetros de sus
fronteras. America first... and last. Es muy posible que ya estén pensando en
un nuevo Plan Marshall, esta vez para almacenar los desechos atómicos
acumulados en las ruinas de Europa.
Sin Rusia, Europa es la mitad de sí misma,
económica y culturalmente. La mayor ilusión que la guerra de información ha
inculcado a los europeos en el último año es que Europa, una vez amputada de
Rusia, podrá restaurar su integridad con el trasplante de Estados Unidos.
Justicia sea hecha a los Estados Unidos: cuidan muy bien sus intereses. La
historia muestra que un imperio en declive siempre busca arrastrar consigo sus
esferas de influencia para retrasar la decadencia.
¿Y si Europa supiese cuidar de sus intereses?
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