Volver a leer a Silvia
Por Juanjo
Lakonich
20 de agosto de 2025 - 00:01 (la recuerdo porque la conocí y escuche: L.Raffaghelli)
Hace unos días se cumplió un año más de la partida de quien mejor retrató
el impacto subjetivo de lo sociopolítico durante los años del menemismo y de De
la Rúa. Es una de las imprescindibles, Silvia Bleichmar, quien varias veces
publicara notas en este diario.
Nacida y criada en el sur del interior bonaerense como otro grande, el
pigüense Fernando Ulloa, fue psicoanalista, socióloga y fundamentalmente
maestra de muchos. Y no solo por haber egresado de la Escuela Normal de Bahía
Blanca, sino por todo lo que enseñó sobre teoría psicoanalítica y
posicionamiento ético y político a partir de una oralidad y una escritura
incisiva e implicada con su tiempo. Asidua participante de programas radiales
de aquellas épocas, y autora entre varios libros de “La fundación de lo
inconciente”, “La subjetividad en riesgo”, y del imprescindible “Dolor país”,
que en 2002 sorpresivamente se transformó en un éxito de ventas y que conviene
volver a leer en estas épocas.
Cirugía mayor sin anestesia, se jactaba el presidente riojano hace más de
treinta años. Y de la mano de la convertibilidad, convencía a propios y ajenos
de que habíamos llegado al primer mundo y que había que subirse al carro de los
ganadores. Era la caída del muro y la del llamado “socialismo real”, y fue un
auténtico tembladeral planetario que clausuró el siglo XX una década antes, al
decir de un importante historiador.
Se podría decir que actualmente vivimos la segunda oleada de la otrora tan
mentada globalización, pero con un mayor impacto en nuestras vidas cotidianas.
Se habla de la pantallización de la existencia y del pasaje del mundo de lo
manual al dominio de las yemas de los dedos. Y de muchas cosas más, que el
tiempo dirá si son modas pasajeras o certeras formas de nominar la realidad
existente.
Lo cierto es que hoy volvemos a estar más perdidos que turco en la neblina.
Porque si en los '90 nos extirpaban algún órgano con dolor, la sensación actual
es que nos amputan miembros sin que siquiera duela, o al menos sin reaccionar.
Mientras, el amputador “mandado por el poder dominante” se jacta en los
escenarios del mundo, señalando que nos entregamos mansamente, "como me
entregué al botón” al decir del tango.
Algunos hablan solo de riesgo país, que volvió a aparecer aunque los
economistas estrellas del gobierno sean de la misma banca que lo propicia. Pero
lo preocupante es que sabemos que en algún momento aparecerá el dolor social en
toda su dimensión, generado bajo novedosas formas de sadismo y crueldad.
Bleichmar vivió exiliada en México durante la dictadura y expresó como
pocos que la indiferencia es otra forma de la crueldad, surgida de la
postulación de que el sufriente había dejado de ser nuestro semejante, como
ocurre en Gaza, como ocurre en cada esquina de las grandes ciudades de nuestro
país, con las personas en situación de calle y tantos crecientes desposeídos.
El “dolor país” se medía según una ecuación donde se conjugaban las variables
de la cuota diaria de angustia y privaciones al divino botón que se les pedía
principalmente a los sectores populares, y de la insensibilidad profunda de los
gobernantes, quienes deberían buscar otras salidas. Resumiendo, demandas
brutales de sacrificio junto con exhibiciones de un goce que en aquellos
tiempos, incluía la ostentación de riqueza.
También nos hablaba del “malestar sobrante, como esa cuota que debemos
pagar más allá de las necesarias e imprescindibles renuncias que toda vida
social impone. (…) Y está dado por el hecho de que la profunda mutación histórica
sufrida en los últimos años deja a cada sujeto despojado de un proyecto
trascendente que posibilite avizorar modos de disminución del malestar
reinante. (…) Es la esperanza de remediar los males presentes, la ilusión de
una vida plena cuyo borde movible se corre constantemente lo que posibilita que
el camino a recorrer encuentre un modo de justificar su recorrido”.
No podemos saber qué nos estaría diciendo Silvia si estuviera
acompañándonos en estos aciagos días. No sería muy distinto a lo que nos legó.
Seguramente nos empujaría a los intelectuales, una vez más, a hacernos cargo de
nuestra tarea, como lo hiciera otro imprescindible, Rodolfo Walsh. A “no ser
una contradicción andante y tener un lugar en la antología del llanto, sino en
la historia viva de nuestra tierra”. Ella decía que “tal vez, la tarea de los
intelectuales consista en la recomposición de las vías para evitar que el
malestar sobrante que acompaña el sufrimiento que hemos denominado dolor país
devore su pensamiento, en la posibilidad de instrumentar nuevas preguntas con
respeto por la historia pero sin que la nostalgia por el pasado o la
reificación del presente inunde las posibilidades creativas”.
Porque nadie sabe cómo se saldrá del berenjenal actual. Y ni siquiera si
las mayorías populares desean hacerlo rumbeando a una lógica que vuelva a
propiciar la solidaridad y la igualdad como valores fundamentales que podrían
reinstalar el lazo social y al semejante, incluyendo también la imprescindible
mejor distribución de la riqueza. Habrá que seguir insistiendo en ello porque,
como dijera Don Atahualpa Yupanqui, aún se trata de “que naide escupa sangre
para que otro viva mejor”.
Para no desmayar en la tarea, no hay nada mejor que releer a Silvia. En
2006, publicó otro libro imperdible, “No me hubiera gustado morir en los ´90”,
bellísimo título que habrá que parafrasear dentro de unos años por estos
tremendos años '20 que estamos atravesando, que vivimos como podemos mientras
nos atraviesan.
“Dolor país y después” se reeditó en 2007. En ese imprescindible “después”
del título ella agregó un par de capítulos, alguno escrito desde su lecho de
muerte y anticipando su partida definitiva a sus escasos sesenta y dos años. Es
como si no pudiera parar de hablarnos, de animarnos a fundar lo que vendría,
mientras en esos años íbamos logrando superar la desesperación sin haber caído
en la desesperanza, aquella que quiebra la noción de futuro pretendiendo
reemplazar la felicidad en tanto realización personal y colectiva por el goce
individual inmediato. En el prólogo nos recuerda un viejo dicho que dice que
“las viudas que fueron felices, se casan de nuevo o arman nuevas parejas”. Y
postulaba que “el que nunca se enamoró no va a sufrir, pero tampoco va a
disfrutar. Yo creo que la capacidad de seguir soñando, apostando a la
esperanza, es lo único que nos puede sacar de la sensación terrible de
desaliento histórico que hemos atravesado”.
El problema es político, sin dudas, pero fundamentalmente es de posición
subjetiva, en parte existencial. Quizás si logramos asumir la viudez volveremos
a enamorarnos, solo deberemos persistir para que no se imponga el olvido de
aquellos tiempos felices que alguna vez hemos vivido.
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